Nostalgia del cine a la antigua usanza (y II)
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(viene de la entrada anterior)
Lo que sí tocó a su fin con la llegada del vídeo fue esa exhibición cinematográfica a la antigua usanza a la que me refiero. Un amor que, por mi parte, duró veintitrés años. Poco más de dos décadas frente a las casi cuatro que ya llevo echándolo de menos. El recuerdo de un amor siempre dura más que el amor mismo. Pero sigo yendo al cine en esas multisalas que programan mi queridísima versión original, o a esos megaplex con sus pantallas gigantes -mi querido Kinépolis- que me recuerdan los grandes formatos de pantalla de mi infancia: el Cinerama, el Tod-AO, los diferentes scope…
De hecho, fue en una sesión en el Proyecciones de la calle Fuencarral -antiguo Cinerama- donde terminé de comprender que los nuevos espectadores le han perdido el respeto a la pantalla: se levantan en mitad de la película para ir al servicio, a comprar palomitas, a hablar por teléfono o a lo que les venga en gana.
Otrora, cuando se iba al cine a la antigua usanza, apenas empezaba la proyección, el público guardaba un silencio sepulcral, sin que nadie se lo ordenase. La gente sólo cerraba la boca así en misa -donde hablar debía de ser poco menos que pecado- y en el resto de las situaciones donde el silencio era obligatorio. Ante dicho panorama me convencí de que la célebre magia del cine empezaba en su prodigiosa capacidad para hacer que se callase el Respetable.
Pues bien, ese silencio litúrgico, que se guardaba antes en el cine, eso de que nadie fuera al servicio durante una proyección a no ser que la urgencia, en verdad, le abrumase, ya no es más que un recuerdo de la exhibición a la antigua usanza. Venía observándolo desde algunas sesiones en Kinépolis. Abomino, por sistema, del cine comercial. No me gusta Spielberg; George Lukas, sólo hasta American Graffiti (1973), su obra maestra; James Cameron, sólo a veces. Sin embargo, todas las temporadas hay alguna película comercial que me interesa. Ése fue el caso de Avatar: el sentido del agua (James Cameron, 2022) y hubiera sido un placer verla en Kinépolis de no ser por los niños que, en mitad de la proyección, se pusieron a corretear por el pasillo: aunque hablamos de una cinta infantil, era demasiado larga y densa para esos críos. Y para la madre, que en ningún momento hizo nada por detenerles. Estaba convencida de que todos teníamos que aguantar las gracietas de sus hijos. Y pobre del que se hubiera atrevido a decirle nada.
Resolví no volver ir a ver una película infantil –“tolerada a menores”, que se decía cuando la exhibición a la antigua usanza, cuando los menores, por regla general, se comportaban en la sala- en horario de tarde. Pero comencé a darle vueltas seriamente a esa pérdida del respeto de los espectadores a la pantalla.
Y en efecto, en ese pase del Proyecciones de hace unos días al que me refiero -que además era privado porque se trataba de un nuevo montaje de Sáhara (1985), la única y brillante cinta de Antonio Rodríguez Cabal- comprobé que la gente -entre los que menudeaban los técnicos de cine, y ya es decir- se levantaba a trasegar por las escaleras y los pasillos como si estuvieran en el salón de su casa.
Esta falta de respeto, de la que sólo se salvan las proyecciones en versión original -donde no suelen comerse palomitas y la gente va al cine a ver una película con el debido respeto a la proyección, no como quien va a un parque temático a que los niños se distraigan-, tiene su origen en el cine en familia y en casa.
Y el cine en casa también empezó con el video, en los ya remotos años 80. En la intimidad del domicilio de cada uno, ver las películas en familia es un cachondeo. Es como ver en la tele a las cotillas de turno. Los comentarios de uno, las gracietas de otro, las llamadas por teléfono y hasta el ruido de la cisterna del retrete, del que vuelve de aliviarse, se escuchan más que los diálogos o la banda sonora de la cinta. Y todavía en casa, en una de esas sesiones familiares, tan entrañables según dicen -yo preferiría la muerte antes de hacer nada en familia-, si uno no se entera de algo -si es que hay algo que le interese en la película-, puede rebobinar y volver a verlo. Tengo la sensación de que la gente que se levanta de una proyección en una sala de cine, molestando con ello a todos los que hemos ido allí a ver una película, inconscientemente, creen que al volver a sentarse podrán volver atrás, como si estuviesen en su domicilio.
Entre las desdichas que nos trajo el video -que por otro lado encomio, pues aún atesoro cientos de cintas de buen cine en VHS, que veo con cierta regularidad y la devoción que se merecen- habrá que hacer notar la pérdida del debido respeto a las proyecciones cinematográficas. ¡Cuánto echo de menos la exhibición a la antigua usanza¡
Publicado el 11 de noviembre de 2023 a las 08:45.